Durante décadas, nuestra política tributaria se guió por la necesaria redistribución equitativa, y en el ámbito empresarial, por la internacionalización, la eficiencia y la elusión de dobles imposiciones. Sin embargo, paulatinamente, cabe pensar si no se han ido desvirtuando esos principios básicos para ir buscando mayores cuotas de recaudación, si bien, muchas veces, a través de pequeñas erosiones o distorsiones del sistema principal. Esa técnica de dar pellizcos o pequeños mordiscos a los principios fundamentales permite probablemente que no sean cuestionados socialmente ni sometidos a un verdadero análisis crítico.
Recientemente, desde muchas instancias políticas, se viene insistiendo en la baja presión fiscal que soportan las empresas españolas. A menudo, se intenta precisar, atribuyéndolo sobre todo a los grandes grupos empresariales españoles. Si se intenta analizar con algún detenimiento, se puede concluir que esa afirmación se limita a la tributación por el impuesto sobre sociedades, y se fundamenta principalmente en la mera comparación entre el beneficio registrado en los estados financieros y el gasto por impuesto sobre sociedades también registrado en la cuenta de pérdidas y ganancias.
A priori, podría pensarse que dicha comparación puede tener sentido, por lo que también deberíamos preguntarnos qué razones podrían existir para que ese porcentaje o bien no represente la verdadera presión fiscal soportada por la empresa o bien para que dicha presión fiscal resulte muy inferior al tipo nominal del impuesto que actualmente es con carácter general del 25%.
En este último caso nos encontramos cuando la aplicación de incentivos o beneficios fiscales reducen la tributación efectiva de las empresas. No obstante, ya la reacción a la última crisis se llevó por delante prácticamente todos esos estímulos que el legislador había creado para animar determinadas actividades que se consideraban beneficiosas para la sociedad. En este caso, se fueron dando “pellizcos” a los beneficios del impuesto, como una manera de endurecerlo, sin apenas repercusión mediática ni por tanto desgaste político. Hoy en día prácticamente la única deducción tributaria relevante se circunscribe a las actividades de I+D e innovación tecnológica (incluido el “patent box”).
En cuanto a por qué el porcentaje que se calcula directamente sobre las magnitudes contables no representa la verdadera presión fiscal, caben varias respuestas.
En primer lugar, porque dicha comparación únicamente se refiere al gravamen por el impuesto sobre sociedades; pero otros muchos impuestos van gravando la cadena de producción (proveedores, fabricantes, comerciantes, etc). Desde luego, el IVA que, aunque diseñado como un gravamen neutro que únicamente debería soportar el consumidor último, en la práctica, deviene en un importantísimo gasto en múltiples ocasiones. En este caso, los “pellizcos” asumen un formato aún más discreto, entre otros, a través de un régimen sancionador indiscriminado aun cuando no exista merma recaudatoria, así como una descarga de las tareas inspectoras trasladándolas al contribuyente a través del cumplimiento de unas obligaciones informativas enormes y costosísimas, por supuesto, susceptibles de durísimas sanciones.
Por si esto fuera poco, municipios y comunidades autónomas se apuntaron rápidamente a la política de los “pellizcos” mediante el incremento de cualquier impuesto o tasa a su disposición. Pero también, esa larga y gravosa sucesión de impuestos especiales con los que el legislador va “regando” sus necesidades cada vez mayores de recaudación: puede que los gravámenes sobre las bebidas azucaradas, sobre las energías fósiles, la amenazante “tasa Tobin” sobre las transacciones financieras o la “tasa Google” respondan simplemente a una inquietud recaudadora. Pero, desde luego, siempre terminan redundando en un mayor coste tributario para empresas y ciudadanos. Aunque, posiblemente, a base de esa técnica de “pellizcos” eviten ser el centro de atención.
Pero quizás donde podamos pasar de los “pellizcos” a los grandes “mordiscos”, sea en el tratamiento aplicable a los dividendos entre empresas. Esos dividendos representan los beneficios generados por una empresa, y, por tanto, ya habrán tributado por todos los sistemas tributarios su doble, triple o progresiva tributación. Cuando suponen una participación material, únicamente tributan cuando llegan a la persona física (entendida como beneficiario último y real) o cuando no pueda justificarse que dichos beneficios ya tributaron inicialmente.
Ya con el gobierno anterior, y ahora con mayor fuerza, se anticipa un gravamen sobre los dividendos entre empresas. Será un gravamen “pequeñito”, tan solo del 5%, probablemente como un reconocimiento de que carece de justificación técnica y de que sólo pretende pasar más desapercibido socialmente. No parece necesario abundar en cómo la internacionalización de nuestra economía, su armonización europea, la necesidad de un sistema empresarial eficiente y moderno que soporte nuestro crecimiento y la creación de empleo, no debería permitir jugar ni a pellizcos ni a mordiscos. Y desde luego, no engañarnos a nosotros mismos: el hecho de que no aparezca en la comparativa entre beneficios y gasto fiscal no es más que una mera deficiencia metodológica, porque los ingresos que representan dichos dividendos ya vienen de antemano minorados por la imposición que soportaron cuando se reconocieron como beneficios en la entidad que los generó.
Fuente: expansión.com
Autor: Eduardo Cosme